Esta página web utiliza cookies técnicas y de análisis necesarias.
Al continuar navegando por esta web usted acepta el uso de cookies.

MADAME BUTTERFLY’S SON

IMPERFECT DANCERS

Danza contemporánea

Alumnos y socios del Instituto 2 por 1 en precios 1, 2 y 3: $750, $650 y $550.
***********************************************

MADAME BUTTERFLY’SON
de Stefano Mecenate
Madame Butterfly representa ciertamente, en el panorama de las producciones “puccinianas”, un momento particularmente significativo de la experiencia artística y humana del gran compositor lucano. Una obra a la cual Puccini tenía una particular simpatía a pesar del rotundo “fiasco” del estreno en La Scala y en la que dejó entrever, con una dulzura extraordinaria, una parte profunda de su identidad, la que, púdicamente, siempre mantuvo alejada de su imagen pública y mundana.
La historia de la pequeña Cio Cio San es tan conocida por todos que se vuelve innecesario transmitirla en su totalidad; vale la pena, sin embargo, detenerse en el epílogo porque es éste el punto de partida de la historia que vamos a admirar en esta nueva coreografía.
Traicionada y decepcionada por Pinkerton que pretende también el bebé nacido de su unión, Butterfly abandona el “sueño americano” para encontrar en su “japonesidad” el coraje de elegir aquello que le devuelva la dignidad y el respeto. “Con honor muere quien no puede conservar la vida con honor” está grabado en la daga con la que su padre, obedeciendo las órdenes del Mikado, se dio muerte. Y es este honor, que Butterfly quiere recuperar luego de haber vivido, en forma absolutamente unilateral, el sueño de un amor imposible entre una geisha y un oficial de la marina militar estadounidense.
Su hijo, de tres años, acompañará a su padre más allá del océano, a una patria lejana a la cual ella soñaba ir un día: pero al lado del amado no estará ella, sino otra mujer, la “verdadera esposa americana” que Pinkerton encontró luego de haber dejado el puerto de Nagasaki. Ella, con sus sueños, sus desilusiones, su desesperación, permanecerá allí regalándose la única libertad posible, la muerte. A su lado, como siempre, la fiel Suzuki que compartió desde el comienzo las vicisitudes de su vida ligándose a su destino hasta el crucial momento final.
¿Qué habrá sucedido con aquel niño extraído a la cultura y a las tradiciones orientales para trasplantarlo en una nación arrogante que muestra los músculos y recita el credo del bienestar y la ambición? ¿Cómo vivió sus primeros meses en ese mundo tan diferente, al lado de personas jamás vistas, costumbres desconocidas y reglas de vida incomprensibles? ¿Y los años sucesivos? ¿Kate fue la madre o madrastra y Pinkerton ha tenido tiempo y ganas de seguirlo o la carrera lo ha llevado lejos también de esta familia?
Y su pasado lejano, ¿qué le ha dejado? ¿Qué imágenes evanescentes quedaron en él, de ese rostro materno que en un desesperado gesto de amor Butterfly le ha demostrado para que no lo olvide? ¿Y qué cosa de aquellos lugares y de las personas que los habitaban en ese tan breve período de vida?
Este es el punto de partida del ballet Madame Butterfly’son. Aquel niño convertido en hombre que regresa a Nagazaki impulsado por la necesidad de reconstruir un mosaico al cual le faltan demasiadas piezas y del cual quiere comprender de una vez por todas el diseño.
A guiarlo un carillón encontrado por casualidad entre las cosas descartadas por el padre y una carta escrita en un inglés desmedrado y una caligrafía aproximada en la cual una ingenua mujer, proclamando su amor incondicional, cuestionaba si los petirrojos habrían hecho el nido también en América y si entonces próximamente sería su arribo en aquel hogar, desde mucho tiempo privado de su presencia.
Más que la reticencia de la madre, lo que lo impactó fue la indiferencia del padre en darle respuestas a su legitima curiosidad; si había tenido una madre en Japón pero ya fallecida y él trasladado a América para que creciera seguro y asistido. De aquella madre, más allá de aquellas vagas palabras, solamente una descolorida imagen en una de medalla destinada a conservar retratos. Nada más. Muy poco para callar su corazón animado por una ansiedad insólita de conocer algo más de aquella historia que lo veía como protagonista inconsciente de una muerte oscura pero extrañamente dolorosa.
El viaje hasta el puerto de Nagasaki una larga ocasión para reflexionar sobre su vida, para leer todo lo que fuera posible sobre la gente lejana y desconocida, para preguntarse el porqué de aquel extraño silencio, de aquellas reticencias, de tanta indiferencia; luego el Consulado, primera etapa de un camino laberíntico que lo conducirá, después de varias peripecias, a encontrar a Suzuki.
Vieja y enferma, la mujer no logra reconocer en esos ojos y en esos cabellos dorados al niño que había tenido tantas veces en sus brazos y con el cual había jugado con amorosa dedicación, la misma que había demostrado por aquella absurda, extraordinaria madre que durante tres años jamás había dejado de espiar el horizonte en espera del regreso de un yankee sin corazón que había jugado con sus sentimientos.
Difícil responder al exhorto de las preguntas cuando uno se da cuenta de todo lo que se le ha ocultado, difícil encontrar las palabras para describir cuál había sido el mundo de su madre, las historias de su familia, primero rica y luego caída en la desgracia a causa de los malhumores del Mikado contra su padre, de aquel buen oficial que la había “comprado”, como era frecuente en aquellos años, para aliviar la soledad de los meses que pasaría lejos de su “América”, haciéndole creer que con aquel matrimonio ella se transformaría verdaderamente su “esposa”…
Inútiles fueron las recomendaciones del Cónsul Sharpless: “Sería un gran pecado arrancar las leves alas y quizás desolar un crédulo corazón”; “Esa divina voz de Dios no debe dar notas de dolor”; “Y si para usted son una burla el contrato y su felicidad… ¡tenga cuidado! Ella cree en ellos”. Inútiles también las palabras de Butterfly: “Yo sigo mi destino y, llena de humildad me inclino ante el Dios del señor Pinkerton. Es mi destino. En la misma iglesia, arrodillada con ustedes rezaré al mismo Dios. Y para que estén contentos, tal vez consiga olvidar a mi gente. Amor mio”. “Ahora ustedes son para mí el centro del universo…”. Para Pinkerton valía una sola regla: “Si es amor o un simple capricho no sabría decírselo. Cierto que ella con sus artes ingenuas me ha fascinado (…) como una mariposilla que posa con tal gracia silenciosa, que siento un verdadero furor por alcanzarla aunque ello me cueste quebrarle las alas”; “la vida no le satisface (lo Yankee vagabondo, “ndt”) si no se apropia de las flores de cada lugar…” a la explícita: “(a la salud de su lejana familia – Sharpless) … ¡y por el día de mi verdadera boda, con una auténtica esposa americana”.
Como contarles del coraje que había tenido aquella frágil mariposa quinceañera cuando por primera vez se enfrentó a la ira del tío Bonzo y luego al repudio de todos sus parientes, “¡sola y repudiada, repudiada… y feliz! Y como había vivido, después del breve periodo de convivencia con Pinkerton, aquella soledad hecha de espera y de fe inderrumbable en su regreso.
le había dicho Butterfly en uno de esos días en el cual esperar se volvía difícil. Por la fe segura en el regreso de su marido, había rechazado la corte del rico Yamadori, por aquella, cuando también el sabio Sharpless la había invitado a que pensara nuevamente sobre la posibilidad de un desenlace positivo de su historia, lo había echado no sin antes haberle mostrado aquel niño de los “ojos azules y de los rizos de oro”.
Y ahora aquel niño transformado ya en un hombre, le pedía que le contara todo sobre su madre y padre… ¡Todo! ¿Qué le tendría que haber dicho? Por años, demasiados, luego de la muerte de su pequeña señora había nacido un rencor silencioso por aquel hombre que, indiferente al dolor que había causado, se había llevado todo de ella, que todo de sí le había dedicado…
Luego, en el declive de su vida, aquel rencor había dejado espacio a un dolor por ambos: una, víctima de sus sueños, el otro, de pertenecer a un mundo demasiado lejano de aquel en el cual vivía y de ser demasiado superficial y egoísta para tratar de entenderlo.
Pero aquel joven tenía el derecho de conocer la verdad, aunque dentro de la verdad se encuentren verdades antitéticas que pueden confundir y aniquilar. Además, debía llevar a cabo una promesa hecha a su señora antes de su desaparición: .
Recordaba bien lo que Butterfly había dicho a Pinkerton en la noche de su matrimonio:”… quiéranme bien, aunque sea un poquito, como se ama a un niño como a mí me corresponde. Quiéranme bien. Nosotros somos gente acostumbrada a las cosas pequeñas, humildes y silenciosas, a una ternura sutil pero tan profunda como el cielo, como las olas del mar…”.
¿Habría comprendido aquel joven el significado profundo de aquellas palabras? Habría capturado el alma de aquel pueblo, la de su madre, que un momento antes de dejarlo para siempre le había gritado llena de amor: “…Amor, amor mío, flor de lirio y de rosa. Que no sepas nunca que por ti, por tus ojos puros, muere Butterfly… Para que tú puedas irte al otro lado del mar, sin que te remuerda, cuando seas mayor, el abandono de tu madre. ¡Oh, tú, que descendiste del trono del alto Paraíso, mira muy fijamente, fijamente, el rostro de tu madre, para que te quede una huella de él! ¡Míralo bien! ¡Adiós, amor! ¡Adiós, pequeño amor!…”
Qué duro desafío restituirle a aquel muchacho los restos de una historia como aquella de su madre sin que el odio, el rencor y la rabia le alteren el sentimiento, que fatiga saborear las palabras de tal manera que la imagen de una no cubra por siempre la otra, aquella paterna, que había sido ciertamente la referencia y el refugio de aquellos años! Y más aún, el sufrimiento de ver la transformación de su mirada con el transcurso de la narración, su temor, el entrecejo dubitativo, la rabia y la rebelión hacia los hechos que diseñan escenarios funestos que oscurecen las relaciones domésticas…
Un caleidoscopio de imágenes giran en la mente del joven, un sinnúmero de pensamientos lo invade, mientras aquellas palabras se aglomeran y se superponen como pesadillas… una noche sin sueño actuará como un freno a las palabras y a aquellos cuentos: una noche llena de angustia y de sensaciones contrastantes, en la cual cada pensamiento es posible y ninguna decisión es la correcta.
“¿Dónde está mi madre? ¿Por qué no viene a consolarme, a devolverme aquel abrazo que tantos años antes había marcado nuestra separación definitiva? Y que hace mi padre, por qué no se defiende, no se derrumba por aquellas acusaciones que lo pintan como el último de los egoístas, el último de los hombres… ¿Debo quizás alejarme de estos lugares, de estas palabras, de aquellos recuerdos que ahora oscurecen mis días transcurridos en América? ¿Debo ignorar aquello que me han contado y pensar que aquella mujer es solo una loca visionaria?
No, tal vez no es así. Tal vez tenga razón aquella anciana de voz doliente: quizás no han habido vencido ni vencedores; ambos han perdido algo y tal vez me espera recomponer aquella fractura difícil de sanar. Yo que fui, parafraseando las palabras que Sharpless dijo a mi madre, “la causa inocente de todas sus desgracias”, yo tal vez debo encontrar el modo de reunir las dos mitades y recomponer la unidad para que pueda reconciliar aquel misterio que por los designios del Destino se transformó en tragedia”.
En el brumoso amanecer del nuevo día queda solo el tiempo para un último intercambio de palabras entre el joven y la anciana; palabras mesuradas y amorosas que acompañan un gesto “sacro”: la entrega del puñal que ha causado la muerte de la madre. En aquello que está escrito se encuentra, quizás, el camino para recomenzar: si la búsqueda del honor perdido ha causado la muerte de la madre, defender aquel honor en el respeto de la tradición y de la cultura de ese pueblo también en la América de su padre podrá ser para él un nuevo camino a seguir.
Suzuki lo mira alejarse aferrándose a aquel objeto de dolor y de muerte: ahora finalmente su camino ha terminado; cumpliendo la promesa hecha a su señora, podrá finalmente alcanzarla y volver a contar con ella: “toda la primavera quiero que huela aquí… sembremos abril… Toda la primavera, toda toda. ¿Lirios? ¿Violetas? (…) ¡tiremos con las manos llenas violetas y tuberosas, flores de verbena, pétalos de cada flor! ¡Flores de verbena, pétalos de cada flor! Y a reencontrar aquella sonrisa que, lamentablemente, por muy poco tiempo ha coloreado su pálido rostro regalándole el sabor inestimable de la felicidad.

  • Organizado por: \N
  • En colaboración con: \N